sábado, 14 de mayo de 2016

El manual del golpe blando y su aplicación en el Ecuador.


El politólogo Gene Sharp había fundado en la década de los ochentas la Fundación Albert Einstein, una organización cuyo único objetivo era “democratizar el mundo” a través de la desobediencia civil en gobiernos dictatoriales. Con este mandato aparentemente altruista, el gobierno de Estados Unidos emprendió un plan para desestabilizar a gobiernos post soviéticos en Europa oriental que no obedecían a las políticas norteamericanas a partir de este siglo. La estrategia consiste en el “golpe blando”, ya que los golpes tradicionales ahora están obsoletos.
Pero fuera de esta aberración neocolonialista que implica la arrogante atribución que se concede un país para determinar qué gobierno es o no democrático; lo que llama la atención es el contenido del manual y sus diferentes estrategias, que no solo se han puesto en práctica en países como Georgia (2003), Ucrania (2004) o Kirguistán (2005), sino que también tienen asidero en América Latina. En efecto, los gobiernos de Venezuela, Brasil y Argentina han sufrido ataques sistemáticos que tienen una particular similitud con los golpes blandos de Europa oriental. ¿Coincidencia?
En Ecuador se viene hablando de “golpe suave” desde hace más de un año. Con el pasar de los días, esta estrategia se hace cada vez más evidente, como un recurso desesperado de la oposición. Una oposición que se ha visto fácilmente neutralizada por su falta de propuestas coherentes, y que ahora recurre a la violencia y al libreto de Gene Sharp para intentar instalarse en el poder.
En primer lugar está el ablandamiento, a través de opiniones negativas y rumores para fabricar un malestar generalizado. Una estrategia de guerra psicológica. Como siempre, hay algunos opositores que se escudan en el derecho al disenso que siempre tiene que haber en una democracia para imponer un clima de malestar. Claro, es disenso opinar que el Ecuador “está sumido en una crisis económica”, algo que repiten muchos analistas de oposiciónpero no es legítimo decirlo cuando hay toneladas de información de fuentes institucionales mucho más confiables (ONU, el mismo FMI) que afirman exactamente lo contrario sobre el crecimiento económico del país. Pero incluso es más deplorable que los medios traten de escudarse en este derecho para ocultar y deslegitimar sistemáticamente los evidentes logros del Gobierno.
¿Acaso alguna vez se ha visto en Teleamazonas o Ecuavisa la cobertura de al menos una de las 36 unidades educativas del milenio, al menos uno de los 13 centros de salud, alguno de los 70 CIBVs o demás obras públicas que se han inaugurado? Para ellos, es más importante cubrir en directo los insultos del alcalde de Guayaquil en su marcha comprada del pasado 25 de junio. Como vemos, el descarado apoyo que da la prensa a la oposición política en su agenda es un buen indicio para constatar esta estrategia golpista.
Por otro lado está la deslegitimación del Gobierno, con acusaciones de falta de libertad de expresión y presuntas violaciones a los derechos humanos, lo que les lleva a afirmar que el Gobierno es “dictatorial”. La oposición tiene el legítimo derecho de decir que este gobierno es una dictadura a pesar de lo ridículo que resulta escucharlo, porque olvidaron a propósito las 8 victorias electorales consecutivas del partido de gobierno, o el 65% de apoyo popular que tiene la gestión del Presidente Rafael Correa, según las últimas encuestas. Y tienen todo el derecho de opinar que no se respeta los derechos humanos ni la libertad de prensa, porque no les gusta la reacción del Gobierno ante sus críticas, la mayoría absurdas. La prensa privada sigue cayendo en la risible paradoja de quejarse por todo lo alto por una libertad de expresión que nunca ha dejado de tener.
Luego de esto viene el calentamiento de las calles, acentuando la sensación de caos y malestar generalizado, lo que no excluye los pasos anteriores. Prueba de ello fueron las protestas por las leyes de herencias y plusvalía, que según sus hipócritas criterios, fueron “espontáneas”, “pacíficas”, donde se escuchó “el clamor popular de la ciudadanía” porque supuestamente no estuvo presente ningún líder político, y ante todo porque sólo buscaban expresar un legítimo descontento, no tumbar al Gobierno. Sí claro. Gritaron “fuera Correa fuera” pero en realidad no querían deponer al Presidente. El grupo de “líderes de opinión” en Twitter crearon tendencias por dos semanas pregonando un cambio de gobierno, pero ahora desestiman los miles de tweets alusivos a un golpe de Estado de personas como Carlos Vera o Emilio Palacio, quienes solo tienen popularidad en esta red social. El nivel de cinismo al que han llegado es descomunal.
La cuarta etapa es la desestabilización, una combinación de los pasos anteriores. Esto se hizo evidente a través de rumores cada vez más extremos e ilógicos, como la presunta desdolarización, el anuncio de un feriado bancario o que las Fuerzas Armadas le han quitado el apoyo al Presidente. Y como son solamente rumores, es muy difícil encontrar a los responsables por esta manipulación masiva. Aquí ya no cuenta la voluntad de diálogo que se pueda incentivar desde el Estado o desde la sociedad civil, aquí solamente se trata de inducir a la violencia para derrocar al Gobierno. Pero a la oposición no le gusta denominarse como golpista, sería mejor atribuirse una lucha por “democratizar el país”, así suena mejor, como las benévolas palabras de Gene Sharp. Cuántas mentiras y rumores, cuántos insultos se dicen en nombre de la democracia.
La sociedad se encuentra en un debate crucial para entender su futuro. Los que se han apostado a las calles estos últimos días en busca de la “caída del tirano”, guardan con cierta añoranza los recuerdos de los años más fatídicos del país, donde un Bucaram, un Mahuad o un Gutiérrez huían de Carondelet por su absoluta ineptitud, su corrupción y sus transgresiones a la ley. Pero no entienden que las cosas han cambiado. Porque después de 8 años del gobierno más estable que ha visto el Ecuador desde el retorno a la democracia en 1979, la ciudadanía ha aprendido a confiar en un proyecto político empeñado en cumplir las reivindicaciones históricas en favor de los más desposeídos.

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